domingo, 19 de abril de 2009

El paraguas

Apenas colgué el teléfono salí disparando para encontrarme con Jorge en el bar de siempre. Estaba por cruzar el umbral de casa cuando siento a mi madre – siempre pendiente de mí, su única hija, de quien con orgullo se la pasaba hablando con las vecinas del barrio acostumbradas a escuchar el siempre bien ponderado preámbulo de porque mi hija, la futura contadora que anticipaba cada uno de sus relatos en los que yo protagonizaba el rol de la heroína – corriendo agitada detrás de mí para alcanzarme el paraguas color azul marino que tomé sin vacilar, pues llovía copiosamente y las horas dedicadas al secado y alisado de mi cabello con la plancha a vapor de la nona hubiesen resultado una pérdida total de tiempo. Protegida bajo el paraguas me dirigí hacia la parada del 132 al tiempo en que un vendaval de cuestionamientos se apoderaron progresivamente de mi paz interior. El llamado de Jorge me había inquietado sobremanera, no tanto por la sutil pero incuestionable frialdad con la que se me había dirigido, pues hacía varios meses que los tonos habían perdido toda dulzura, sino antes bien, porque esta vez pude presentir que los días de disputas habían terminado y que el día del juicio final había sido ya anunciado, sin que yo tuviese ni arte ni parte en la toma de decisiones.




La llegada del 132 interrumpió la marea de interrogantes, pero sólo por unos instantes, pues una vez ubicada en el único asiento que hallé libre, los recuerdos volvieron a asediarme. Habían pasado ya cuatro años desde la primera vez en que la brillantez y el carisma atractivo de Jorge me habían conquistado durante la cursada de Matemática Financiera. Con la excusa de estudiar juntos esa materia, nos la ingeniábamos para encontrarnos por las tardes en el bar de la esquina de la Facultad de Ciencias Económicas, testigo y cómplice del nacimiento de nuestro amor, un amor que nos había dado vuelta a los dos, un amor de uñas y dientes, de peleas aguerridas y de reencuentros aún más apasionados. ¡Tantas cosas habíamos vivido en ese bar! Y ahora nos juntaríamos allí nuevamente, para seguir escribiendo nuestra historia.




La marcha de mi engranaje mental se detuvo junto con la del colectivo. En la esquina de las Avenidas Juan B. Justo y Santa Fe un grupo personas impacientes descendieron atolondradamente. Tras ellas descendí yo parsimoniosamente, pero tan pronto como tremendas gotas empaparon mis tacones, mi ufanada sensatez perdió la línea sin reparo alguno. Desesperada volví tras mis pasos en busca de mi paraguas que yacía casi olvidado sobre el suelo del colectivo. Afortunadamente, el semáforo en rojo colaboró con mi causa y sin demasiados obstáculos logré bajarme del colectivo airosa, con mi paraguas azul marino y mis zapatos todavía secos haciendo juego.




Quedaba todavía un buen tramo del viaje, y por desgracia, también un buen tiempo para seguir atormentándome con más preguntas: ¿cómo habíamos llegado a esta situación?, ¿como pudo él ser capaz de resolver esta paradoja que había hecho de nuestra relación uno de los episodios más trágicos de esas novelas que mi mamá suele escuchar por las tardes en la radio mientras teje? Hacía meses que venía intentando resolver este conflicto y por más que lo hablara hasta el hartazgo con mis incondicionales amigas - ¡pobres ellas, sí que me habían tenido paciencia! - no había logrado conciliar la idea de una vida junto a Jorge y una familia con hijos no cristianos. En verdad, yo no era una cristiana muy ejemplar que digamos. Por ese entonces, y tal vez un poco influenciada por el ateísmo de Jorge – definitivamente idealista y con esas ganas propias de la década del 60 de cambiar el mundo – me hallaba bastante alejada de la Iglesia. Y sin embargo sentía como un deber, como una necesidad, mostrarles el camino a mis futuros hijos, hacerles llegar el mensaje de Jesús. Lo que ellos decidiesen luego sería ya otra cosa, pero yo tenía la fuerte convicción de que era mi responsabilidad “colocarlos” en algún lugar dentro de ese universo tan complejo e incomprensible de las creencias. No obstante, era esa convicción tan fuerte como la de mi amor por Jorge. Lo amaba, lo quería a mi lado para siempre, pero… Me encontraba en una encrucijada, y como siempre me ha ocurrido en tales circunstancias, era incapaz de afrontar los embates de la vida. Estaba completamente bloqueada y avergonzada por no saber finiquitar con el masoquismo al que nos había expuesto a ambos por ya demasiado tiempo. Jorge me ofrecía vivir el aquí y el ahora, el aura de la juventud y, quizás, el de la vejez. Y si bien ese era exactamente el camino que más deseaba transitar, lo intuía inverosímil. Sabía que tarde o temprano mis propios valores, aquellos en los que no coincidíamos, me pasarían recibo.




Ya en el subte, mi mamá - mujer bondadosa y de fe ciega en Dios y en todos los santos, pero particularmente devota de Santa Rita, la santa de los imposibles y a quien yo, según palabras de mi vieja, debo mi existencia y mi segundo nombre, pues los médicos le habían prohibido embarazarse por los enormes riesgos a los que ella misma podía exponerse debido al delicado estado de su columna vertebral, profundamente dañada en su niñez cuando cayó por las escaleras de la casa de su tía luego de haberla sorprendido haciéndole el amor a un hombre que no era su tío – se hizo presente en mis pensamientos. ¡Cuánto la había hecho sufrir con esta relación! ¡Cuánto nos habíamos alejado por su causa! Desde el momento en que me di cuenta de que ella no podría entenderme y que todas mis explicaciones no harían más que profundizar su dolor, decidí ahorrarle más angustias mediante el silencio, primero de los detalles, y luego, de todo en general. Jamás le reproché su incomprensión. Lo único que quería mi mamá era mi felicidad, felicidad que jamás hallaría junto a Jorge. Y yo se lo toleré con genuina compasión.







Estación Facultad de Medicina. Ascendí las escaleras como entregándome al destino, sabiendo que las cartas estarían en minutos sobre la mesa y que sería únicamente él quien determinaría las reglas del juego. Mi debilidad era latente, pero ya no me importaba. No había lugar para el orgullo en esa tarde tan gris, tan triste, tan sin sentido. En algún rincón de mi tristeza yacía la esperanza de que mis malos presagios fuesen una quimera, aunque en el fondo sólo estuviera intentando amenguar el dolor que crecía y aumentaba a medida que me acercaba al bar.




Ya en esquina de Uriburu y Córdoba logro divisar a Jorge acercándose por la vereda de enfrente. Desprotegido ante la lluvia, cruza corriendo la calle como si con ello pudiese evitar mojar los ya empapados pantalones. Nos saludamos torpemente antes de entrar al bar, nos sentamos en la mesa de siempre y ordenamos lo habitual. Apenas hubo el mozo apoyado sobre la mesa los dos pocillos de café, Jorge lanzó su discurso, el cual fue breve y contundente. El me amaba con locura y lo único que me pedía era que lo tomase de la mano y caminase junto a él bajo la lluvia, libre y espontáneos, empapados. Pero entendía mis razones, y así como él no podría prometerme una vida con valores ajenos, jamás podría exigirme que yo renunciase a los míos. Con todo el dolor me dejaba ir. No me tenía rencor, al contrario; yo estaba actuando conforme a lo que sentía, algo que siempre él había admirado. De otra manera, lo hubiese decepcionado. Se había dado cuenta de que yo no tomaría una decisión, simplemente porque no podía hacerlo, y que entonces era él quien debía tomarla por los dos.




No había nada que agregar. Yo apenas si asentí con la cabeza, o creí hacerlo, y me esforcé por pedir la cuenta sin que mi garganta cerrada delatara mis reprimidas ganas de llorar, llorar como una niña, como una loca, llorar patéticamente mostrándole mi debilidad. No lo hice. Me levanté apurada, y apenas rozando una mirada, una última mirada con Jorge, con mi Jorge a quien aún amaba, caminé tan rápido como mis zapatos de taco alto me lo permitieron, y mientras bajaba con desesperación las escaleras del subte, escucho a Jorge llamar mi nombre: - ¡Mónica!




¡Ah! ¡Qué alivio! ¡Cómo me había asustado! ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Sabía que Jorge no me dejaría así, tan sencillamente, sin intentar retenerme! Di la vuelta y allí lo veo, al final de la escalera. Era mi Jorge, mi amor, mi querido Jorge... Subo rápidamente y me lanzo a sus brazos. Las lágrimas se me escaparon finalmente, ya no las reprimía. Las cosas se solucionarían de algún modo, ya se encontrarían las respuestas. Pero nada era más importante que lo que sentíamos, nada era más fuerte que nuestro amor, ni siquiera nosotros mismos….




Quedé aferrada a él por un buen rato, hasta que pude recuperar mi aliento y mi cordura. Despegándome levemente de su pecho, me seco las lágrimas manchadas de rímel, y lo miro, lo miro apasionadamente a los ojos esperando que me bese. Él me devuelve la mirada, aunque de un modo distinto, y sin vacilar ni por un segundo me dice con suma dulzura: - Tu paraguas.




jueves, 5 de marzo de 2009

Mi vida una gran gira

Desde que tengo 14 años que no paro de girar. Con una gran valija que excedía el peso permitido por la aerolínea, partí con el permiso que mis padres timoratos me entregaron cual un cofre repleto de oro y de confianza a danzar por la Atenas de los dioses paganos. Desde entonces, no cesé de subirme a aviones, micros e incómodas combis en las que durante horas intentaba en vano encontrar la posición que evitara los malditos calambres o las típicas contracturas que como secuelas quedaban impresas en mi cuerpo haciendo de las primeras funciones de la gira verdaderas torturas. Nunca logré acostumbrarme al trajín de los viajes. Las pastillas apenas si lograban adormecerme sin poder nunca conciliar el sueño, el vino me alegraba hasta el punto de hacer papelones, llamando la atención de las azafatas que acudían indignadas a retarme como a una niña, y de verdad que lo era. Durante los viajes nocturnos en micro era la más odiada de la compañía ya que siempre encontraba algún sonámbulo que como yo había renunciado ya a los placeres del sueño pero que tenía mejores habilidades para la técnica del susurro. Tampoco logré habituarme a las siempre chicas, desordenas e insoportables valijas. No fueron pocas las veces que hube de comprarme un pequeño bolso hacia el final de la gira para poder meter a la fuerza todas las porquerías que iba acumulando a lo largo del camino. Lo cierto es que odio viajar, lo odio inconmensurablemente, mas es lo único que he estado haciendo desde ese entonces. A los 19 renuncié a esa vida, y con miras a establecerme en un lugar y colocar toda mi ropa en un placard, entré a trabajar en una compañía local con un teatro propio ubicado en el centro de Buenos Aires. Dichosa estaba hasta el momento en que durante una reunión el director nos informa, feliz y orgulloso, acerca de la concreción de la tan buscada y ansiada gira a Canadá. ¡La puta! Nunca se había oído hablar de una gira en esa compañía y justo cuando yo entro se concreta una del otro lado del Ecuador, en donde el crudo frío ya se estaba preparando para recibirnos con toda su furia.



No puedo echarle la culpa al azar. No sólo he sido víctima sino también culpable de esta condena a la que me he sometido y elegido desde siempre. A los 21 años surge una posibilidad de trabajo en Estados Unidos, y mi rechazo a los viajes no pudo con mi ambición de crecer. Aterricé en New York con una maleta. Era diciembre y el frío me congeló hasta los huesos cuando salí del aeropuerto. Durante 2 años soporté la gira más larga de mi historial; 2 años seguidos viajando de ciudad en ciudad por todos los Estados Unidos. Para cuando decidí terminar con ese martirio, ya eran tres las valijas con las que debí cargar para mi retorno a la Argentina, además de las 4 enormes cajas llenas de ropa de verano que debí enviar por barco y que, para mi desgracia, tardaron 2 meses en llegar a destino, justo cuando el verano en Buenos Aires había finiquitado.



La cosa no termina ahí. Sin que nadie me obligara, y tras 6 meses de hermosa quietud, creí que Europa sería irremediablemente el paso a seguir, y una vez más, bajé la maleta del altillo y me dispuse a armar lo que para mí fue la valija más liviana de mi vida. Pesó 24 kilos y medio y la llamé Roberta. Con ella llegué a Madrid, viajé a la cautivante Barcelona y llegué hasta la Turín, donde conseguí trabajo en una compañía independiente que, por supuesto, estaba dispuesta a arrancarse las vestiduras por viajar. Mi primer gira con la compañía turinense fue curiosamente Buenos Aires. Allí no pude contener el impulso de llevarme más ropa y otras cuestiones que me harían la vida imposible al momento de regresar, un año después, al país que me vio nacer. No tengo dudas de que ese regreso fue, en cuanto al asunto de las maletas, el más fastidioso y largo de todos. No sólo debí pagar por sobrepeso y enviar unas cuantas cajas vía marítima, las cuales tardaron sus correspondientes 2 meses en llegar, sino que además debí dejar unas cuantas bolsas a mis compañeros italianos que por fortuna tenían planificado hacer una gira por Buenos Aires unos 3 meses después de mi partida.



Y la gira sigue; esta historia, amigos míos, tiene todavía para rato. Ya con 25 años tenía claro que mi lugar era Buenos Aires. Basta ya de esos intentos todos truncos de no ser porteña. Lo era, y además, siempre había sido feliz de serlo. Sin embargo, comprender que viajar no era lo mío no resultó ser el paso definitorio a la estabilidad. Mis pies estaban inquietos y me llevaron de paseo, y lo siguen haciendo, por distintas casas y departamentos de mi querida ciudad. Así fue que de la casa de mis viejos me fui por 4 meses a un departamentito en la calle Gascón, y de ahí a la casa de mi novio de la cual debía irme cada vez que su padre los venía a visitar desde Corrientes. Finalmente me compré un PH hecho pedazos con el objetivo de reciclarlo en 3 meses, palabras del arquitecto. Hace ya 12 meses que espero los benditos permisos de la fucking municipalidad para hacer dos pelotudeces mientras todos los demás levantan edificios enteros sin ningún permiso, tirando cometas y papelitos de color verde mientras yo los miro desde mi pequeña villa, así me gusta llamar a esta casa que se cae a pedazos y que sólo ha podido cobijarme por unos meses hasta que una tremenda lluvia arrasó con las viejas cañerías inundando hasta las rodillas cada rincón de su ser. Ergo, he vuelto a la casa de mis suegros y de mis tres cuñadas con las que intento convivir de la mejor manera, es decir, a la de ellas. Y es justo. Yo soy la extranjera en su reinado. No puedo quejarme. Pero quiero hacerlo. ¡Estoy podrida de esta mierda de las valijas, de los viajes, de las mudanzas! Ya no se dónde están mis cosas, ya no se ni lo que tengo ni para qué lo tengo. ¿Llegará ese día en el que viajar sea para mi un placer como escucho que lo es para todos los demás? Ya no quiero bailar, ahora sólo quiero quedarme tranquila, con los pies bien firmes en la tierra, y empezar a echar raíces….

viernes, 20 de febrero de 2009

La danza en la época de su perfectibilidad técnica

A lo largo de mi carrera profesional como bailarina me he encontrado en varias oportunidades preguntándome acerca de esto llamado danza. Mi inquietud surge, por un lado, de una observación personal que me ha llevado a la hipótesis según la cual la danza, a lo largo de su desarrollo, ha ido encaminándose en una búsqueda progresiva de la perfectibilidad del cuerpo. Hoy día, el énfasis está puesto en la estética corporal, que tiende cada vez más hacia una delgadez insana y enfermiza, y sobre todo, hacia el logro de una técnica y un virtuosismo que bordean lo circense. En virtud de esta tendencia, sospecho que la danza se ha ido acercando a la esencia del deporte, cuyo principal objetivo es la máxima potencialidad física de modo tal de alcanzar altos niveles de competitividad. Así, la danza ha consagrado al cuerpo en desmedro del alma, la técnica en detrimento del arte. Reconozco que esta hipótesis puede parecer algo apresurada, por lo que antes de argumentar sería conveniente exponer algunas definiciones a propósito de los tres conceptos cabales hasta aquí mencionados, a saber: el arte, la danza y la relación cuerpo-alma. Antes de ello, quisiera exponer una segunda cuestión que me ha llevado a indagar sobre esta parte tan importante de mi vida y es el hecho de que pese al placer enorme que la danza me brinda, la encuentro incapaz de satisfacer mi apetito intelectual, razón por la cual me he visto en la necesidad de buscar en la formación universitaria un espacio donde compensar ese vacío. Este trabajo, empero, ha modificado sensiblemente la perspectiva desde la cual he siempre mirado a la danza, y en consecuencia, mi concepción primera de la misma. Pero no quiero adelantarme. Quisiera continuar por donde empecé, a fin de dejar constancia del proceso por el que he pasado y gracias al cual he podido reconocer una contradicción de la cual fui por mucho tiempo víctima, o responsable, de manera totalmente inconsciente.


¿Qué es el arte?

Basta con investigar en algunas pocas fuentes para dar cuenta de que estamos frente a un término por demás complejo y polémico, y por lo tanto, extremadamente difícil de definir. Confieso ser simpatizante de la mirada crítica del arte sostenida por los autores de la Escuela de Frankfurt y, en particular, de la concepción elaborada por Walter Benjamin, para quien el arte en la época de su reproducción técnica habría perdido su aura y su valor cultual, pero no obstante ganado en su capacidad exhibitiva#. A partir de entonces, el arte tendría la posibilidad de provocar en su público, cada vez más masivo, un tipo de mirada, un desarrollo de la subjetividad que conduciría a las masas a la reflexión. En contra de las vanguardias estetizantes, por desvincularse de lo político y de lo social, y de la industria cultural, por convertir a los productos artísticos en meras mercancías para el entretenimiento de las masas desatentas, Benjamin propone un arte fuertemente comprometido con la sociedad. La nueva función social del arte, la exhibitiva, tendría entonces un fuerte impacto sobre la consciencia social de las masas, por lo que el compromiso de los artista con lo político podría hacer de este arte atravesado por la tecnología una instancia revolucionaria.

¿Qué es el alma?

Platón concebía al cuerpo como la cárcel del alma. A través de su conocida Alegoría de la Caverna explica metafóricamente la imposibilidad de los hombres de acceder a las verdades absolutas por encontrarse prisioneros en el mundo sensible. Sólo los filósofos tendría entonces la posibilidad de acceder al mundo intelegible porque estarían más capacitados para alcanzar el conocimiento verdadero. El dualismo platónico fue retomado por la Iglesia y se convirtió en la mirada dominante de la sociedad occidental, lo cual condujo a un desprecio por el cuerpo humano, considerado como una morada indigna para la pureza del alma.
Una de las promesas más destacadas de la Modernidad fue la liberación del cuerpo: había que abolir la dualidad cristiana de alma y cuerpo para que el hombre pudiese ser finalmente y plenamente libre. Esta obsesión por liberar al cuerpo de sus ataduras no tuvo en cuenta la advertencia de Hegel, para quien estábamos obligados a entrar en la era de la dualidad cuerpo-alma porque “el espíritu tenía que diferenciarse

del cuerpo y de sus necesidades continuamente insatisfechas para poder alcanzar su plena armonización al final de la Historia”#. Esta concepción, empero, ha sido fuertemente criticada por el materialismo histórico y de manera explícita por Herbert Marcuse, quien describe la historia del idealismo como la historia de la aceptación de lo existente. El idealismo ha alimentado el desarrollo de una mala conciencia mediante una concepción particular de la cultura a la que denomina Cultura Afirmativa. Bajo este concepto se entiende

aquella cultura que pertenece a la época burguesa y que a lo largo de su desarrollo ha conducido a la separación del mundo anímico-espiritual, entanto reino independiente de los valores, de la civilización, colocando aquél por encima de ésta. Su característica fundamental es la afirmación de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero que todo individuo "desde su interioridad", sin modificar aquella situación fáctica, puede realizar por sí mismo#.

La cultura afirmativa convalida, pues, la división cuerpo-alma, eliminando toda vinculación con lo material para lograr la aceptación y conformidad de los hombre respecto de sus condiciones materiales de existencia. Frente a esto el marxismo responde que no es la conciencia lo que determina la vida del hombre, sino que es el ser social el que determina su propia conciencia.

¿Qué es la danza?

Luego de varias lecturas sobre diversos autores que se animaron a definir esta "área del arte", logré toparme con una concepción de la danza con la cual coincido plenamente. Me refiero a la sostenida por Isadora Duncan, cuyo estilo supuso una ruptura radical con la danza clásica. Para ella, la danza consistía en una búsqueda de la esencia del arte que sólo puede proceder del interior. Mientras que las escuelas de baile enseñaban a sus alumnos que el resorte de todo movimiento se hallaba en a espina dorsal, a partir de la cual brazos, piernas y tronco brotaban en libre movimiento, produciendo como resultado un movimiento mecánico, artificial, indigno del alma, ella por el contrario buscó ese resorte en “el manantial de la expresión espiritual para encauzarlo en los canales del cuerpo”#.
Isadora Duncan se consideraba enemiga del ballet porque este separa al alma del cuerpo y fundamentalmente porque se mostraba en contra de todo convencionalismo, actitud propia de la vanguardia. Los movimientos clásicos eran bellos y graciosos, mostraban las formas delicadas; los movimientos de Isadora no mostraban, significaban, apuntaban a comunicar sensaciones, expresaban el estado del alma. Para ella el arte se fundaba con la vida, y por lo tanto, todos éramos artistas. Esto muestra su deseo de romper con la esfera autónoma del arte y en este sentido, puede plantearse un fuerte vínculo entre su concepción de la danza con la idea del arte desarrollada por W. Benjamin.
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Luego de hacer este repaso por las distintas concepciones que ciertos autores sostienen acerca del arte, la danza y la relación cuerpo-alma, y de exponer mi inclinación por las desarrolladas por la Escuela de Frankfurt, Isadora Duncan y el materialismo histórico respectivamente, me encuentro con una realidad en la que me es difícil volcar esta mirada. Me refiero a las condiciones reales de existencia en las que se halla hoy inmerso un bailarín profesional, para quien buscar en la danza un lugar de expresión de ideas e incluso un medio para la acción está totalmente fuera de sus posibilidades. En tanto proletario dancístico, en última instancia puede sólo expresar las ideas de aquellos pocos que sí pueden explotar a la danza como un arte comprometido con lo social, aunque quienes tienes los medios de producción ideológica y artística están en general al servicio del orden vigente. Es en este escenario en el que he crecido y desenvuelto como bailarina, en medio de una masa de bailarines que ya no tienen voluntad sobre sus propias consciencias y que responden a una concepción del mundo y de la danza que les es impuesta por una fuerza que no pueden controlar. Así, el bailarín no tiene opción de aprehender la verdadera riqueza artística y espiritual que la danza puede brindarle, y sólo se ha quedado con su cuerpo al cual busca dominar para alcanzar la perfección necesaria de manera de asegurarse un lugar en el proletariado dancístico, o en el peor de los casos, en el ejército de reserva. Es esta realidad la que ha convertido a la danza en algo que ya no puede llamarse arte, muy a pesar mío en tanto parte de este mundo. Estamos los bailarines inmersos en una completa alienación y hemos olvidado que antes de bailarines, somos personas que bailamos, pensamos, soñamos y reflexionamos, y que todo ello puede fusionarse en una misma fuerza. La danza es cuerpo y alma fundidos en una sola experiencia y que puede tener infinitos motores y objetivos, pero una sola esencia: la expresión libre de esa misma fusión.
Es en este punto de reflexión donde he tomado consciencia de la contradicción a la que me he referido hacia el inicio de este trabajo. Por un lado lamento la pérdida de artisticidad de la danza que la condujo a convertirse en una mera actividad física que en poco y nada se diferenciaría del deporte. Lo que estoy denunciando, en otras palabras, es la progresiva separación del cuerpo y del alma en la danza, aunque se trataría de un dualismo inverso al platónico en el sentido de que es aquí el cuerpo el que primaría sobre el alma. Me coloco entonces en una posición desde la cual considero a la danza como un medio de expresión artística, que va más allá de lo físico; el cuerpo sería entonces parte de esa fusión aurática y no el fin último, tal como sospecho lo considera actualmente el mundo de la danza para sí. Sin embargo, al plantear la cuestión de la insatisfacción intelectual que la danza me invoca, yo misma soy defensora de ese dualismo al que tanto me opongo. Inconscientemente, he desde siempre separado en la danza al cuerpo del alma, considerándola como un medio de expresión, pero de meros sentimientos y emociones, mientras que he dejado en manos de lo académico el cultivo de mi espíritu, de mi consciencia. Me pregunto entonces si esta contradicción interna se debe a un tonto prejuicio que como tal no podría justificar en términos racionales, o bien responde precisamente al hecho de haberme encontrado desde mis inicios como bailarina en un mundo enajenado que ya no sabe ni quiere saber de qué se trata verdaderamente esto que se ha dado en llamar danza.
Reconozco las dificultades con las que como proletarios dancísticos tendremos que enfrentarnos para poder finalmente explotar el abanico de posibilidades que la danza ofrece. Empero, considero de una importancia cabal haber al menos tomado consciencia de que formo parte de un mundo que no es tan superficial como creía. Claro que el cambio no será sencillo; tomando las palabras de H.Marcuse, se tratará de “un baile sobre un volcán”#.

CRITICA A ALAN PAULS

Narrada en tercera persona, La historia del llanto es una novela que invita al lector a conocer los pensamientos más íntimos de un niño de cuatro años, pero expresados en un lenguaje adulto. En virtud del pacto ficcional, que autor y lector de ficción suscriben, la elección de postular el mundo interior de un infante desde un razonamiento y lenguaje adultos resulta absolutamente verosímil. El lector acepta desde el principio dicho pacto sin preguntarse acerca de la veracidad o falsedad de lo que lee. De lo contrario, la lectura de esta novela, y de cualquier texto de ficción, sería insostenible.
Otro recurso de verosimilizacción utilizado en este relato de ficción es la introducción de datos sacados de la realidad histórica, tales como la fecha exacta de la caída de Salvador Allende o la lectura por parte del personaje principal, ya de trece años de edad, de la revista La causa peronista. Sin embargo, este mismo recurso juega por momentos en contra de la búsqueda de lo verosímil, en tanto que el tratamiento aleatorio del tiempo deja ciertas lagunas temporales y algunas contradicciones.
El punto de vista adoptado por el narrador, focalizado en la vida del niño, permite el florecimiento de la subjetividad. En este sentido, si bien narrador y autor no se confunden, por los pocos datos que gracias a los reportajes y biografías podemos conocer acerca del autor, y por la forma detallada en que son descriptas las sensaciones e interpretaciones del personaje principal, no sería demasiado aventurado aducir los hechos narrados en la novela a la propia experiencia de vida de Alan Pauls. Claro que esto quedaría siempre como una incógnita indescifrable y es lo que en definitiva forma parte del juego entre ficción y realidad que hacen de todo relato ficcional algo por demás interesante.