jueves, 5 de marzo de 2009

Mi vida una gran gira

Desde que tengo 14 años que no paro de girar. Con una gran valija que excedía el peso permitido por la aerolínea, partí con el permiso que mis padres timoratos me entregaron cual un cofre repleto de oro y de confianza a danzar por la Atenas de los dioses paganos. Desde entonces, no cesé de subirme a aviones, micros e incómodas combis en las que durante horas intentaba en vano encontrar la posición que evitara los malditos calambres o las típicas contracturas que como secuelas quedaban impresas en mi cuerpo haciendo de las primeras funciones de la gira verdaderas torturas. Nunca logré acostumbrarme al trajín de los viajes. Las pastillas apenas si lograban adormecerme sin poder nunca conciliar el sueño, el vino me alegraba hasta el punto de hacer papelones, llamando la atención de las azafatas que acudían indignadas a retarme como a una niña, y de verdad que lo era. Durante los viajes nocturnos en micro era la más odiada de la compañía ya que siempre encontraba algún sonámbulo que como yo había renunciado ya a los placeres del sueño pero que tenía mejores habilidades para la técnica del susurro. Tampoco logré habituarme a las siempre chicas, desordenas e insoportables valijas. No fueron pocas las veces que hube de comprarme un pequeño bolso hacia el final de la gira para poder meter a la fuerza todas las porquerías que iba acumulando a lo largo del camino. Lo cierto es que odio viajar, lo odio inconmensurablemente, mas es lo único que he estado haciendo desde ese entonces. A los 19 renuncié a esa vida, y con miras a establecerme en un lugar y colocar toda mi ropa en un placard, entré a trabajar en una compañía local con un teatro propio ubicado en el centro de Buenos Aires. Dichosa estaba hasta el momento en que durante una reunión el director nos informa, feliz y orgulloso, acerca de la concreción de la tan buscada y ansiada gira a Canadá. ¡La puta! Nunca se había oído hablar de una gira en esa compañía y justo cuando yo entro se concreta una del otro lado del Ecuador, en donde el crudo frío ya se estaba preparando para recibirnos con toda su furia.



No puedo echarle la culpa al azar. No sólo he sido víctima sino también culpable de esta condena a la que me he sometido y elegido desde siempre. A los 21 años surge una posibilidad de trabajo en Estados Unidos, y mi rechazo a los viajes no pudo con mi ambición de crecer. Aterricé en New York con una maleta. Era diciembre y el frío me congeló hasta los huesos cuando salí del aeropuerto. Durante 2 años soporté la gira más larga de mi historial; 2 años seguidos viajando de ciudad en ciudad por todos los Estados Unidos. Para cuando decidí terminar con ese martirio, ya eran tres las valijas con las que debí cargar para mi retorno a la Argentina, además de las 4 enormes cajas llenas de ropa de verano que debí enviar por barco y que, para mi desgracia, tardaron 2 meses en llegar a destino, justo cuando el verano en Buenos Aires había finiquitado.



La cosa no termina ahí. Sin que nadie me obligara, y tras 6 meses de hermosa quietud, creí que Europa sería irremediablemente el paso a seguir, y una vez más, bajé la maleta del altillo y me dispuse a armar lo que para mí fue la valija más liviana de mi vida. Pesó 24 kilos y medio y la llamé Roberta. Con ella llegué a Madrid, viajé a la cautivante Barcelona y llegué hasta la Turín, donde conseguí trabajo en una compañía independiente que, por supuesto, estaba dispuesta a arrancarse las vestiduras por viajar. Mi primer gira con la compañía turinense fue curiosamente Buenos Aires. Allí no pude contener el impulso de llevarme más ropa y otras cuestiones que me harían la vida imposible al momento de regresar, un año después, al país que me vio nacer. No tengo dudas de que ese regreso fue, en cuanto al asunto de las maletas, el más fastidioso y largo de todos. No sólo debí pagar por sobrepeso y enviar unas cuantas cajas vía marítima, las cuales tardaron sus correspondientes 2 meses en llegar, sino que además debí dejar unas cuantas bolsas a mis compañeros italianos que por fortuna tenían planificado hacer una gira por Buenos Aires unos 3 meses después de mi partida.



Y la gira sigue; esta historia, amigos míos, tiene todavía para rato. Ya con 25 años tenía claro que mi lugar era Buenos Aires. Basta ya de esos intentos todos truncos de no ser porteña. Lo era, y además, siempre había sido feliz de serlo. Sin embargo, comprender que viajar no era lo mío no resultó ser el paso definitorio a la estabilidad. Mis pies estaban inquietos y me llevaron de paseo, y lo siguen haciendo, por distintas casas y departamentos de mi querida ciudad. Así fue que de la casa de mis viejos me fui por 4 meses a un departamentito en la calle Gascón, y de ahí a la casa de mi novio de la cual debía irme cada vez que su padre los venía a visitar desde Corrientes. Finalmente me compré un PH hecho pedazos con el objetivo de reciclarlo en 3 meses, palabras del arquitecto. Hace ya 12 meses que espero los benditos permisos de la fucking municipalidad para hacer dos pelotudeces mientras todos los demás levantan edificios enteros sin ningún permiso, tirando cometas y papelitos de color verde mientras yo los miro desde mi pequeña villa, así me gusta llamar a esta casa que se cae a pedazos y que sólo ha podido cobijarme por unos meses hasta que una tremenda lluvia arrasó con las viejas cañerías inundando hasta las rodillas cada rincón de su ser. Ergo, he vuelto a la casa de mis suegros y de mis tres cuñadas con las que intento convivir de la mejor manera, es decir, a la de ellas. Y es justo. Yo soy la extranjera en su reinado. No puedo quejarme. Pero quiero hacerlo. ¡Estoy podrida de esta mierda de las valijas, de los viajes, de las mudanzas! Ya no se dónde están mis cosas, ya no se ni lo que tengo ni para qué lo tengo. ¿Llegará ese día en el que viajar sea para mi un placer como escucho que lo es para todos los demás? Ya no quiero bailar, ahora sólo quiero quedarme tranquila, con los pies bien firmes en la tierra, y empezar a echar raíces….