viernes, 18 de noviembre de 2011

Danza y la pregunta por la técnica


“Todo lo aparentemente conocido
se convierte en algo digno de ser
cuestionado es decir, digno de ser
pensado”. Martin Heidegger.



Con el fin de rastrear las diferentes concepciones que el mundo de la danza ha tenido de la técnica a la largo de su desarrollo, me propongo reconstruir su historia tomando como referencia la filosofía de la historia elaborada por Georges Bataille en su trabajo “La noción de gasto”, en base a la contradicción entre soberanía y servidumbre, principio de utilidad y de pérdida.

¿Qué quiere decir Bataille por principio de utilidad y de pérdida?

Dice este autor: “No existe ningún medio correcto que permita definir lo que es útil a los hombres“. Lo que existe es el principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material, que teóricamente tiene como objetivo el placer, pero que sin embargo queda limitado a la adquisición y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra. Es decir que, desde esta perspectiva, el placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición de la actividad social productiva. En este sentido, Bataille señala con tristeza que la humanidad consciente continúa siendo menor de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente, pero excluye, en principio, el gasto improductivo.
Así pues, Bataille sostiene que la actividad humana no es enteramente reducible a procesos de producción y conservación, y distingue dos tipos de gasto: el productivo y el improductivo. El primero está representado por los modos de consumición necesarios para la producción y reproducción de la vida, el segundo, por actividades que tienen su fin en sí mismas y en las cuales el énfasis se sitúa en la pérdida, la cual debe ser lo más grande posible para que adquiera su verdadero sentido. Este principio de pérdida, es decir, de gasto incondicional, se manifiesta en diversas actividades, entre ellas: el lujo, la apuesta y el arte.
A partir de esta diferenciación del concepto de gasto, Bataille entiende que todo sujeto que busque ser soberano mediante la adquisición de poder, de saber y de riqueza, devendrá en un sujeto servil, pues dicha soberanía dependerá siempre del reconocimiento del otro. La soberanía auténtica, dice Bataille, no debe confundirse con la posesión de un saber y un poder extremos, pues exige precisamente la pérdida, la donación, la puesta en juego de todo saber y de todo perder, hasta el extremo del no-saber y de la impotencia. En definitiva, el auténtico sujeto soberano es aquél que tiene el poder de perderse así mismo.

Historia de la danza desde Bataille (Para una mayor comprensión del siguiente apartado, se recomienda ver la siguiente edición del video "Veronique Doisneau")

Sociedades de consumición
Las raíces del movimiento bailado se encuentran en las sociedades primitivas, donde la danza mimética fue el primer medio de comunicación entre los seres humanos y entre ellos y los dioses. Es decir, la danza tenía para estas sociedades un carácter mágico-religioso. Siguiendo a Bataille, en estas sociedades primitivas - en las que predomina el gasto improductivo - existió un intento de mantener entre servidumbre y soberanía una alternancia cíclica entre el tiempo profano y el sagrado, permitiendo al hombre ser a un tiempo sujeto sometido y soberano. Es decir, la danza era trabajo y juego al mismo tiempo.

Sociedades de empresa
Durante la Edad Media, la actitud de la Iglesia Cristiana hacia la danza - en su expresión más libertaria, creativa, colectiva - se caracterizó por un fuerte rechazo, al considerarla como una expresión lasciva del diablo. Al respecto, sostiene Levis Mumford que al despreciar el cuerpo, las instituciones de la Iglesia prepararon el camino para el hombre-máquina, en la medida en que el modo de vida de los monasterios - un mundo en el que las tentaciones del cuerpo fueron reducidas al mínimo y en donde el deseo por el orden y la regularidad fue concretizado gracias a la invención del reloj - aun cuando no favoreciera positivamente a la máquina, al menos anuló muchas de las influencias que se oponían a ella. “Al odiar el cuerpo, las gentes ortodoxas de la Edad Media estaban preparadas para violentarlo”, dice Mumford. Así pues, la danza y el cuerpo del bailarín fueron sometidos a un método, a una disciplina, y a un espacio y un tiempo determinados: el teatro y la música clásica. De esta manera, la danza fue absorbida por las cortes de Italia y Francia a través del sistema de mecenazgo, con el objetivo de entretener a la aristocracia. Luis XIV de Francia promovió en 1661 la fundación de la Academia Real de Danza (antecedente del Ballet de la Ópera de París) y la creación del “ballet de cour” (cuerpo de baile), al mismo tiempo que puso en marcha el proyecto de codificación del ballet. Por otro lado, la necesidad de subir a los escenarios supuso el desarrollo de aspectos visuales, como la introducción del en dehors (que consiste en la rotación de las piernas desde la cadera y su consecuente apertura de pies, tal que se “miran” los talones entre sí). No fue una decisión que respondía a una cuestión anatómica sino que la motivó el ángulo en el que se debían ver los bailarines en el escenario -ya elevado-, y el hecho de poder mostrar los zapatos con tacos de plata que lucían. En esta época el ballet se expandió por el resto de Europa, proceso que se enmarca en lo que Bataille llama sociedades jerarquizadas en estamentos o clases – en las que el excedente es absorbido por la empresa militar y/o religiosa -. La contradicción entre servidumbre y soberanía se resuelve mediante la dependencia funcional entre esclavos y amos, mediación que Bataille llama “soberanía tradicional”, en virtud de la cual lo sagrado - que en la sociedad primitiva tenía un carácter ambivalente- se jerarquiza, dando origen a la concepción dualista del mundo. En este contexto, la danza dejará de ser un juego para convertirse en trabajo, y el degradado cuerpo del bailarín se pondrá al servicio de su mecenas. El divorcio del cuerpo y del alma es abordado por David Le Breton en su libro Antropología del cuerpo y modernidad, en el cual señala que desde Descartes, el fundador de la concepción dualista del mundo, el cuerpo está consagrado a la insignificancia. “El hombre de Descartes es un collage en el que conviven un alma que adquiere sentido al pensar y un cuerpo, o más bien una máquina corporal, reductible sólo a su extensión“, dice Le Breton, y agrega que el divorcio también se plantea respecto de la imaginación, considerada como poder de ilusión, fuente de constantes errores. Además, la imaginación es, en apariencia, una actitud inútil e irracional (improductiva, en términos de Bataille), “pecados mayores para el joven pensamiento burgués“. (Me pregunto: ¿cómo es posible bailar sin cuerpo y sin imaginación?)

Sociedad moderna
En las postrimerías del siglo XVIII los bailarines y coreógrafos entienden la necesidad de emanciparse de la aparatosidad de la corte. Sin embargo, la danza se convierte en la plataforma de un nuevo discurso político funcional a la burguesía, ya que su racionalismo técnico y estructura jerárquica responde a la mentalidad de la nueva clase hegemónica, o en palabras de Weber, al espíritu capitalista de la época. Tal mentalidad, que concibe al trabajo como un fin en sí y que sostiene una conducta racional y ascética, encontró en relación a la danza su realización más adecuada en el ballet, en tanto expresión del proceso de racionalización de la técnica en ese campo artístico, en el que el bailarín fue sometido a la exigencia de convertirse en una máquina de hacer movimientos cada vez más perfectos, exactos, homogéneos. Lo cierto es que el mundo de la danza clásica es vertical, autoritario y jerárquico. En las grandes obras el cuerpo de baile tiene por función ser fondo homogéneo de los primeros bailarines, es decir, de las figuras que, siguiendo a Mumford, han ascendido no en términos de clase social sino de grado (prestigio). Tal como sostiene este autor, la progresiva racionalización técnica de la danza forma parte de todo un complejo social y de una matriz ideológica que permitió hacer de la máquina la nueva religión. Volviendo a Bataille, en estas sociedades modernas – en las que la Reforma religiosa cuestiona el gasto improductivo de la antigua aristocracia, fomentando la inversión productiva del excedente en la empresa industrial- se abre un abismo insalvable entre lo profano y lo sagrado. El proceso de secularización iniciado desde la reforma protestante produjo como consecuencia no sólo lo que Max Weber denominó “el desencantamiento del mundo” sino también la santificación del trabajo. Desde entonces, el orden profano de la racionalidad económica y política se separó radicalmente del orden sagrado de la religión. En tales condiciones, dice Bataille, la experiencia de lo sagrado se desplaza de la religión al arte, pero a un arte que ya no sirve a los mecenas sino que intenta afirmarse a sí mismo. Sin embargo, al buscar prestigio social y ganancia económica por sus creaciones, los artistas las someten al principio de utilidad, convirtiéndose asimismo en siervos. Es decir, la danza ya no depende de un mecenas sino de un mercado y un estado secularizados.
Durante esta misma época, los métodos disciplinarios aplicados a los bailarines clásicos desde pequeños se perfeccionan. Los conceptos de anatomopolítica y panoptismo de Michel Foucault son sin duda adecuados para indagar en el terreno de la formación clásica.

Intersticios soberanos
Un nuevo acercamiento a las teorías y prácticas primitivas sobre el arte confluyen a principios del siglo XX. En esta línea se destaca Isadora Duncan, bailarina norteamericana, que promulgó una danza libre de zapatillas, corsets y de coreografía, y que se transformó en uno de los baluartes de la danza moderna. Esta última surgió, pues, como reacción a las rígidas normas técnicas de la danza clásica y como necesidad de búsqueda de nuevas formas de expresión artística. Pretende liberarse de todos los cánones establecidos y dejar que el cuerpo se exprese libremente, con los pies desnudos. Destaca la implicación y la relación intersubjetiva de los bailarines, concebidos no como meros ejecutores de aquellos movimientos que les han sido impuestos, no como medios del que dispone el coreógrafo para crear una obra, sino como sujetos activos que participan en la creación de la coreografía. Se utiliza el espacio en todas sus variedades y posibilidades y existe música y acompañamiento sonoro variado y diversificado. Se establece una relación con el público, no se lo considera como mero espectador, sino que se puede optar por incitar diversos tipos de reacciones o emociones.
En la década de 1960, la técnica clásica radicalizó su propuesta, reivindicando a la danza como un arte autónomo con un lenguaje autorreferencial, encerrándose en si misma y alejándose de su contexto histórico y de la vida cotidiana. Esta posibilidad encontró su punto culminante en el pensamiento del maestro Balanchine, quien no dudó en prescindir de la historia, los decorados y los vestuarios en pos de la propia coreografía, fin último al que los bailarines se subordinaban, cual objetos del sujeto-obra. Era popular su gusto por las bailarinas delgadas y altas y por una estética ascética en cuanto a lo expresivo: son famosas las “cara de nada” de sus bailarines. Según lo señalado por Le Breton, el maestro Balanchine invirtió el dualismo cartesiano, erigiendo al cuerpo de las bailarinas -ultra-delgadas e inexpresivas- sobre sus capacidades artísticas e imaginativas. Esta repentina pasión por el cuerpo es abordable desde lo que este autor denomina “el segundo momento del avance individualista“: el de la atomización de los sujetos y el de la emergencia de una sensibilidad narcisista, en el que el cuerpo se convierte en el refugio y el valor último. Paralelamente, aparece una corriente que cuestiona esta exigencia extrema de autonomía - en la que también se había sumergido la técnica moderna - transformándola en una nueva síntesis: la danza contemporánea. Esta técnica amplía el universo de la danza incluyendo en la escena todo tipo de movimientos. Busca dar un baño de arte a la vida ordinaria y de dar la posibilidad de que el lenguaje de la danza no sea el patrimonio de una minoría de cuerpos privilegiados. Retomando el trabajo que John Berger realizó sobre las pinturas de Rembrandt, la danza contemporánea concibe al cuerpo como un espacio en el que habita la conciencia del sí mismo del cuerpo que siente; o como sostiene Hans Jonas, como una dual unidad: el punto en el que la interioridad se trasciende activamente hacia el exterior y se prolonga en el exterior en virtud de sus efectos. Si bien el cuerpo como un objeto que se moldea a gusto, como un doble, un clon perfecto, un alter ego es útil para analizar los cuerpos de las bailarinas de Balanchine, no lo es tanto para dar cuenta del cuerpo de la danza contemporánea, que en busca de la convivencia propia de los años ´60, teje vínculos simbólicos entre el cuerpo y su entorno. En este sentido, vale destacar la improvisación como un espacio de creación y experimentación en el que los bailarines buscan expresarse libremente, despojarse de lo instituido, en torno a ciertas pautas, pero sin interpretar una coreografía determinada.
En el siguiente apartado me propongo analizar este último giro filosófico que la danza ha experimentado a partir de la emergencia de la danza contemporánea en los años ´60, haciendo foco en la técnica de la improvisación.

La pregunta por la esencia de la técnica de la danza

Respecto de la danza, vale hacer una distinción entre dos tipos de técnicas: la clásica y la contemporánea. Para poder comprenderla, resulta útil acudir a la distinción que realiza Bataille entre la escritura instrumental y la poética: la técnica de la danza clásica, al igual que la escritura instrumental, consiste en un lenguaje racional, codificado, funcional, útil, que se somete a unas reglas fijadas de antemano y que sirve a un fin determinado, la obra. La danza contemporánea, por el contrario, no se subordina a ningún proyecto, tal como sucede en la escritura poética. No busca ser útil ni funcional, no se ajusta a ningún código, permitiendo al bailarín ponerse al desnudo, poner en juego su integridad, confesar no sólo las incertidumbres de su pensamiento sino los temblores de su corazón. La improvisación se mueve en ese punto de ebullición del que habla Bataille, entre el trabajo y el juego, entre la ganancia y la pérdida.
Puede decirse que, en relación a estas dos técnicas, tuvo lugar un proceso de abstracción inverso al desarrollado por Mumford respecto a los modos históricos de concebir el espacio, el tiempo y el movimiento: mientras que la técnica de la danza clásica se inscribe en lo que Mumford describe como el modo de vida propio del monasterio, dado que, tanto en el proceso de formación como en el de profesionalización del bailarín, reina el orden y la disciplina y una concepción mecánica, no sólo del tiempo sino también de la música (el bailarín clásico realiza sus movimientos siguiendo una cuenta racionalizada y metódica de la música, que se limita a ocho tiempos), el modo en que la técnica de la danza contemporánea concibe estos elementos se aleja de las leyes de composición sistemáticas, de las líneas racionales, de la perfección, la exactitud , que por otro lado son objetivos todos ellos fuertemente buscados por la técnica clásica. La danza contemporánea se despliega en un diálogo permanente con las regularidades propias del cuerpo humano, sobre todo en las instancias de improvisación y de experimentación, en las que el pulso y la respiración marcan el ritmo. El propio cuerpo es concebido como tal, con sus limitaciones y habilidades, en lugar de forzarlo a realizar movimientos antinaturales y mecánicos para configurar máquinas hiper flexibles y homogéneas, algo así como bailarines autómatas, tal como sucede en la técnica clásica. Por otro lado, la espacialidad dominante del imaginario moderno que, según Cabrera, es el arriba y el adelante, es el mismo imaginario que impera en la danza clásica, donde los bailarines se ubican frente al público, evitando dentro de lo posible darle la espalda, y donde el ideal corporal es lo etéreo. De hecho, las zapatillas de punta no son más que un instrumento técnico que intenta romper con los límites de la gravedad - como una suerte de conquista del espacio aéreo-. La modernidad, y dentro de ella la danza clásica, niegan el atrás y el abajo. Por el contrario, la danza moderna no niega ni oculta los espacios del atrás y el abajo: al usar el suelo y al despreocuparse por la frontalidad, el abajo y el atrás son elementos disponibles y válidos para la creación artística.
Más allá de estas distinciones, lo cierto es que la danza, en su expresión artística hegemónica, se ha ido volcando progresivamente hacia una racionalización técnica que concibe al bailarín no tanto como un sujeto sino, antes bien, como un objeto. Lo que importa no es el bailarín-sujeto y su potencia creadora, sino el bailarín-objeto y su habilidad para reproducir lo dado. En este sentido, resulta útil recurrir a Murria Bookchin, quien también distingue técnica clásica y moderna, entendiendo a la primera como libertaria o techné y a la segunda como autoritaria. En el caso de la danza, la conceptualización de una y otra técnica, en principio, operaría en el sentido inverso. Es decir, la técnica clásica de la danza sería autoritaria, y la contemporánea libertaria. Sin embargo, esto no es del todo correcto, pues la danza contemporánea más que libertaria sería, antes bien, una creación técnica suave, intermedia, “un intersticio soberano” que no tiene la potencia suficiente para transformar la danza autoritaria hegemónica en una danza libertaria.
Mumford también utiliza el término autoritario, para referirse al tipo de técnica que implica el riesgo de la eliminación de la personalidad humana, es decir, en el caso de la danza, la muerte del artista, la objetivación del mismo y su aceptación incondicional del propio sistema en sí. En este sentido, en el ejemplo de la bailarina Veronique Doisneau se evidencia la idea de Bookchin de que: “La libertad sigue siendo concebida como la libertad del trabajo, no libertad para trabajar”. En su necesidad de gritar, o de irse del escenario, esta bailarina de la ópera de París expresa lo sujeta que se siente al estar atrapada en esa matriz autoritaria y degradante. Por el contrario, en los bailarines que improvisan en escena puede observarse un sentido activo de la libertad: se trata de una liberación, de una libertad para crear, comunicar, accionar.
Retomando a Bookchin, para alcanzar la técnica libertaria, no sólo la danza contemporánea sino la danza en sus múltiples expresiones, debería recuperar la concepción de la técnica como techné, es decir, síntesis de actividad creativa. Desde esta perspectiva, el proceso laboral es una actividad sensitiva en la cual, sujeto y objeto, el artista y su herramienta, el bailarín y su cuerpo, se reúnen en una nueva síntesis que no puede llamarse producto. El proceso laboral no es un acto de fabricación sino de procreación. Del mismo modo, el bailarín no fabrica productos reproducibles, homogéneos, estandarizados, sino que en comunión con su cuerpo y en diálogo con otros, crea un acto artístico, aurático, irrepetible, especialmente en la improvisación, que se desarrolla en el aquí y ahora. El bailarín-improvisador no se preocupa por el futuro sino por una comunión con el mundo en el que se haya inmerso en ese presente. En términos de Bataille, podría decirse que durante la improvisación, el bailarín entra en un estado de inconsciencia respecto a la incondicionalidad de la muerte. La satisfacción del deseo se expresa en ese aquí y ahora, sin subordinar su cuerpo presente a un fin funcional. De algún modo, al menos durante este estado particular en el que se pierde a sí mismo, el bailarín recupera la animalidad que la humanidad, mediante el trabajo y la ley, ha negado para sí. Es cierto que hay una parte importante de la vida del bailarín que responde al principio de utilidad: los profesionales trabajan por un sueldo, el cual les permite adquirir los bienes materiales necesarios para la reproducción de las energías del cuerpo. En este sentido, se está haciendo referencia al bailarín desde la concepción marxista del sujeto - un trabajador con necesidades e intereses - y a un tipo de relación social - asociación económica y política de carácter contractual, libremente establecida-. Pero al satisfacer los deseos en el mismo acto de bailar, de improvisar, el bailarín hace de su actividad lo que Bataille llama un fin absoluto. En este sentido, queda evidenciado lo que el autor señala respecto a la relatividad del principio de utilidad, puesto que en el caso del bailarín, las actividades útiles están sometidas al principio de pérdida (y no a la inversa, que es lo hegemónico). Aquí, el fin último de la actividad del bailarín es el gasto improductivo, entendiendo, en términos de Martín Heidegger, que “lo inútil, aquello con lo que nada puede hacerse, tiene en sí mismo su grandeza y su poder determinante”. Puede decirse que aquí el bailarín accede a la soberanía auténtica, se convierte en el superhombre del que habla Nietzsche, que danza sin temor y sin piedad en ese proceso de creación artística que se renueva a cada instante en el contexto de una comunidad moral basada en afinidades electivas y afectivas. Pero a diferencia de Nietzsche, la soberanía para Bataille no es voluntad de poder sino de perder. Dice el autor: “Para acceder a la soberanía, hay que entregarse sin reserva y sin demora al incierto movimiento del amor, de la comunicación (festiva, erótica, estética) con el resto de los seres. En pocas palabras, y como ya se mencionó al inicio de este trabajo, para ser soberano hay que perderse a sí mismo. “Si el poder es algo, la soberanía es nada“, dice Bataille. Es por eso que el arte soberano no puede ser utilizado como vía de ascenso en la escala social. Precisamente porque el artista, el bailarín-improvisador, que es capaz de comunicarse con cualquier otro ser humano, porque tiene el valor de desnudarse ante él, es que nunca puede ser alguien. El bailarín soberano no aspira a ser alguien (una primera figura); el bailarín soberano es nadie.
El bailarín-improvisador no sólo realiza, sino que se revela ante él mismo y el mundo. En alguna medida, tal como los esquimales Anvilik le preguntaban al marfil ¿quién eres? antes de tallarlo, el bailarín se pregunta a sí mismo ¿quién se esconde en ti? Lejos de forzar un movimiento, de buscar la forma bella o la más útil, el bailarín comprometido con la improvisación busca desocultar aquello que se encuentra en lo más profundo de su ser y al mismo tiempo, relacionarse con su entorno, de manera no autoritaria sino libertaria o democrática. O, en términos de Heidegger, no de manera provocante sino producente. Siguiendo a este autor, el bailarín contemporáneo se pregunta por la esencia de la técnica, que no es nada técnico sino un modo de destinarse el ser al hombre y, a la vez, un modo de develar lo que hay. “La técnica no es, pues, simplemente un medio. La técnica es un modo del desocultar”, señala Heidegger. En este sentido, cuando el bailarín se hace esta pregunta, se está refiriendo a la técnica como techné. Señala el autor: “Como desocultar, no como confeccionar, es la techné un producir”. Cuando el bailarín improvisa, se conoce a sí mismo en el acto de producir, haciendo venir aquí algo que antes no se mostraba en presencia.
La técnica clásica de la danza es también un desocultar. Pero el desocultar imperante aquí no se despliega en un producir sino en un provocar, exigiéndole al cuerpo liberar energías para explotarlas y acumularlas. No quiero decir con todo esto que el bailarín clásico no sea capaz de utilizar la técnica para crear, imaginar, develar. Lo que quiero decir es que el bailarín clásico no es formado ni estimulado para que dicha capacidad sea no sólo una posibilidad sino un requisito sine qua non para el devenir ontológico del bailarín. Este develar provocante es, en definitiva, una violencia a la esencia de la técnica, puesto que se mantiene el develar que desoculta pero se lo carga de un sentido violento, fundando el ocultamiento de su esencia. Es decir, la posibilidad de que el bailarín traiga a presencia lo que antes no estaba se pierde en la exacta medida en que deja de preguntarse por el ser, deviniendo la interpelación un conminar provocante. Todo lo esencial se mantiene velado, el ser deviene recurso, ser-reemplazable, tal como sucede con los bailarines-stock que conforman el cuerpo de baile.
Por lo tanto, el develar en cuanto producción conlleva al mismo tiempo el peligro de transformarse en un develar en cuanto provocación. “El peligro no está en la técnica sino en la esencia de la técnica”, sostiene Heidegger. Es decir, el peligro es el apartamiento de la posibilidad de un develamiento más originario y de un experimentar. El peligro es que la danza contemporánea, y especialmente la improvisación (que es el desocultar en su más originaria expresión), termine concibiendo a la técnica como instrumento, con el objetivo de dominarla -como ya sucede en la danza clásica- y deje de preguntarse por su esencia. No obstante, el poderío transformador y destructor está en manos del hombre. “Donde hay peligro crece también lo salvador”, dice Heidegger. Todo depende de una cuestión de voluntad. Por lo tanto, el bailarín, ya sea clásico o contemporáneo, puede dar el sí a la ineludible utilización de la técnica, y puede a la vez decir no en cuanto le plantee exigencias, lo deforme, lo confunda, y por último, lo devaste. Claro que al bailarín clásico le es mucho más difícil decir no, puesto que se haya atravesado por el tecnologismo totalitario del que habla Hector Schmucler, ideología esta que no admite la voluntad de negación; se enraiza en la pura afirmación del mundo tal cual es.
Al intentar concluir este trabajo, me pregunto por el “para qué” del mismo, y en Heidegger encontramos una posible respuesta. Señala este autor: “Porque la esencia de la técnica no es nada técnico, la reflexión sobre la técnica y la contraposición decisiva con ella, tiene que tener lugar en un ámbito que, de un lado, está emparentado con la esencia de la técnica, y que, de otro, es, sin embargo, fundamentalmente distinto. Tal ámbito es el arte”.

BIBLIOGRAFÍA

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